Me encanta cómo habla el papel de los caramelos al abrirlos, tiene un acento excelso y marcado, una textura sonora de plata que te llena las orejas de una manera sutil, como un cascabel ronco, hasta que no cabe más dentro de tu tímpano, hasta que ya no oyes otra cosa y entonces, por falta de espacio en la oreja, decide escalar por dentro de tu cabeza hacia lo más alto. Eso es el cráneo, o las nubes, o las estrellas, dependiendo de la persona.
En ese momento el caramelo se convierte en algo a proteger entre las yemas de los dedos: pequeño, delicado y sencillo, hay que tener cuidado, se merece mimos gracias a su olor aún inexistente, prematuro, como si llevara flotando en la barriga del azúcar aproximadamente 9 meses. Es tierno. Aunque cruja.
Mientras lo desgranas de su vestimenta sufres una premonición en cada papila gustativa que se asoma curiosa, erizada y erguida hacia el cielo del paladar. Con la intuición el sabor redondo que arropan tus dedos sale, así, disparado, en el tiempo y la distancia hasta tu lengua, que se baña en las ganas de deshacer con saliva el color, ese color siempre vivo de los dulces, para volatilizarlo por todo tu cuerpo, para que al fin, con los ojos cerrados, te fundas en uno con él, monocromo que te hace ver colores.
Así funcino con los caramelos. Y con el resto de las cosas bonitas.