África me tiene enamorada y me asusta a su vez. Pienso en ella cuando menos me lo espero. A veces tengo teorías, esas mismas teorías que sólo las personas enamoradas pueden llegar a descubrir inmersas en detalles aparentemente tontos que se convierten en el motor inmóvil que causa el efecto de las cosas complejas. Como por ejemplo su sonrisa. Una sonrisa blanca, brillante, destelladora de los más opacos ojos. La piel de África, su tacto hecho materia, es negro precisamente por estar subordinada a su sonrisa. Dicen los científicos que el color de su piel se debe a la evolución y la adaptación de la especie a la exposición constante ante el Dios Sol. Y digo yo, como enamorada pseudoantropóloga, farsante de conocimientos en pos de los sentimientos, que la finalidad de su tono de piel no es otra que enmarcar esas sonrisas africanas que simplifican, de un gesto, la aspiración de los seres humanos: ser felices con lo que tenemos. Sea lo que sea, aunque ni sea, como es el caso de muchos en este continente.
Un hombre mayor cojo, en la calle que se dibuja a través de mi ventana, acaba de lanzar una piedra contra un árbol. Del árbol han salido disparadas dos palomas, que han cruzado su vuelo en direcciones opuestas a 4 metros de mi cara. Ya no recuerdo por dónde iba escribiendo, qué era lo siguiente que quería decir. Y al hacer memoria, friccionando neuronas ha caído un serrín con forma de horizonte en mis ojos. Y como enamorada, elevo ligeramente los dos extremos de esa línea horizontal, que ahora se curva hacia arriba. Es África, que ha vuelto a sonreir.
