Friday, June 05, 2009

El pequeño salvaje

Aquella salamandra brujuleaba entre las piedras pensando a cada paso -o como quiera que se llame lo que dan las salamandras y lagartijas del mundo- cuál de todas las que construían la cala quemaría menos. El sol fulminaba sin miramientos a las rocas, las espachurraba con su fuego blanco y las convertía a todas en papel de plata desde la distancia.

A la distancia vamos pues, a través de la blanca luz de este día cualquiera, de un año cualquiera en una estación tan cualquiera como es el verano esparramándose en un punto más de los muchos que se pintan en los mapas de piratas. Observando desde la sombra de una higuera, el pequeño salvaje se dejaba hipnotizar por los brillos de plata que canturreaba el horizonte. Cuando el destello empezaba a emborronarse en su mirada y un sentimiento de desvanecerse le recorría el ombligo hasta llegar a la nuca, el pequeño salvaje cerraba los ojos y se concentraba en aquel olor dulzón, pero no por ello facilón, de los frutos que maduraban sobre su cabeza.

La narradora de esta historia aún no sabe a ciencia cierta si esto último, lo de los frutos que maduraban sobre su cabeza, era una metáfora o no.

Por eso la narradora, a sólo un palmo del folio, ergo de la salamandra, las rocas plateadas, el olor a higueras y el sonido del pequeño salvaje a la sombra, mordió la goma del lápicero para reflexionar al respecto. Nunca le gustó la textura que se te clava en las muelas cuando sin querer mordisqueas un poco de más y tus dientes van a parar al metal que sujeta la goma con el lápiz. Pero a veces, zas, se manifiesta sin remedio. Blando, pero duro, se clavan los piquitos de las muelas y se quedan atrapados durante unas décimas de segundo mientras se empapan en dentera. Ya sabemos por qué se llama "dentera"...

- Qué desagradable - pensó ella.

El pequeño salvaje abrió los ojos con un susto profundo. Había escuchado una voz, muy clara y contundente, de una mujer. Probablemente Dios fuera mujer. Le había mandado una señal. Disfrutar a la sombra de las cosas maduras era desagradable. No sabía a ciencia cierta si era una metáfora o no, pero esto al salvaje le sirvió como excusa perfecta para no dejar de ser jamás ese pequeño curioso indómito que brujuleaba entre la vida de este mundo, no para ver qué piedra quemaba menos, sino para encontrar qué persona de todas le quemaba más. Ese sería su camino.

El calor y la inesperada experiencia sorpresa de morder desagradables metales, zas, sin previo aviso: eso sería lo que le motivaría a ser lo que, con una marca en la frente, trajo al nacer... un pequeño salvaje. Sin ambigüedad.

1 comment:

Carmen said...

Qué música tan maravillosa para acompañar a tu relato...
Qué tal esos exámenes? Veo que has cogido el viernes con ganas, eh?
Besos
Carmen