Sunday, April 13, 2008

Las mañanas protocolarias

Siempre había un punto en la mañana insoportable, inflexible, intransigente en su cabeza. Y ese punto era a las 11'20. Desde hacía años, el anciano era madrugador. Pero no como todos los abuelos. Él siempre asoció la jubilación a un dulce sueño de vida y sábanas, de desayunos empalmados con comidas, de tardes en pijama. Y por qué no decirlo, de ella a su lado. Pero desde que se quedó solo la cosa cambió.

- Desde entonces siempre me despierto a la misma hora. Por las noches procuro apurar el sofá hasta que mi cuerpo pierde la noción de sí mismo para asegurarme de que no me quedaré la noche en vela pensando. Y siempre siempre, por las mañanas, esté la persiana subida o bajada, a las 9 menos 10 me despierto. Cuando parece que el nivel de sueño es menos profundo y que tengo consciencia involuntaria sobre mi situación, sobre la vida en la que aterrizaré cada mañana, me doy un susto, una sensación de vuelco al estómago y me desvelo a mí mismo.


Entonces procuraba seguir dormido, pero la situación de angustia le levantaba de la cama con un desagradable gesto de tozudez arisca, como si ya fuera su mujer y llevaran miles de años casados aguantándose. Entonces se calzaba sus zapatillas, pisadas por el talón y con una gran cantidad de pelotillas y pelusas que acariciaban sus pies cada vez que se las ponía. Eran azul oscuro con cuadros blancos, como las de todos los abuelos. Como aún tenía el cuerpo entumecido, tenía que estar un par de minutos mirando al horizonte de la pared de su habitacion sentado en el borde de la cama. Como la pared estaba a tan solo un metro, a veces giraba su nevada cabeza hacia la izquierda donde seguía su boli y su folio en blanco sobre el escritorio. Esta sensación de estancamiento le hizo levantarse definitivamente.

Como todas las mañanas bajó a por el pan, luego a por el periódico, y después se sentó en el banco del parque donde daba el claro de sol. Entonces hacía que miraba su periódico- cada día se compraba uno diferente porque odiaba las costumbres fijas- que intentaba involucrarse en la vida que allí se exponía, de integrarse en los asuntos del país y cuando ya se cansaba de intentar centrarse para leer en lugar de pasar los ojos por encima de los titulares una y otra vez sin entender el significado, decidía volver a su casa porque allí, en ese banco, tras media hora, ya no pintaba nada.

Todo esto siempre le hacía llegar a las 11 a casa, con cansancio, falsa ilusión de realización personal y sintiendo aún el sol en su cara. Se volvía a sentar en la silla de su escritorio escuchando el silencio frente a la ventana. Y tras 10 minutos la situación era insostenible. Insoportable. Inflexible. Algo que su corazón no transigía.

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